martes, 11 de marzo de 2025

sssssssssss



Un soplo de brisa perfumada.

Un susurro acariciando mi oído.

Un silbido que llama a mi ventana.

Una sirena en mi mente en voz de alarma.

Un soneto que juega con las palabras.

Un sentimiento que descifrar no acierto.

Sano, sencillo, sereno.

Tú, el amor.

Mi corazón, un sonajero

lunes, 27 de enero de 2025

INFANCIA

  



Un corro de motas de polvo.

Una estatua de ecos.

Risas cristalinas.

Risas luminosas.

Un patio de escuela de la vida.

En el verano, carreras por el bosque.

En la noche, lluvia de estrellas.

Durante la siesta,

las motas giran en el aire.

Un, dos, tres…

Estatua risueña.


domingo, 29 de diciembre de 2024

INCORPÓREO

 

INCORPÓREO


Nunca había podido tocarla. En mi condición de ser etéreo, compartía el espacio con ella, me nutría de la energía que emanaba de su juvenil vitalidad y flotaba, invisible, en torno a su presencia. Pero, carente del sentido del tacto, no podía prestarle las caricias deseadas por mi alma intangible. Después de tantos años brindándole una compañía silenciosa, tomé la decisión de convertirme en su aliento, única opción posible para nuestro amor.


Microrrelato seleccionado en el X Concurso de microrrelatos románticos "Porciones del alma"

DESMEMORIA

 

DESMEMORIA


Ensoñación amarga de tu figura,

la que guardan en secreto mis retinas.

Si fuera dueño de mis recuerdos,

reservaría para ti

el más cuerdo, el primero.

Pero las laceraciones en mi alma

borraron todo rastro

de memoria inteligible.

Ahora, sólo se revela tu nombre

en mis trágicas pesadillas.


Poema seleccionado en el IX Concurso de poesía "Tragedias poéticas"

jueves, 28 de noviembre de 2024

 MENÚ DE NAVIDAD


Un salón interior, sin ventanas, iluminado con luces artificiales. Mesas redondas se distribuyen por el amplio espacio, acogiendo a su alrededor a los comensales. El bullicio de las mesas llena el lugar y densifica el aire que se respira. Es 20 de diciembre y en ese mesón de pueblo se celebra la habitual comida de Navidad de la empresa. La reglamentaria decoración navideña adorna las paredes y techo del restaurante y un centro de mesa, también con motivos navideños, estorba las conversaciones cruzadas.
- ¿Viste a Sole? - Una de las trabajadoras hace un gesto con el mentón, señalando a una mujer de otra mesa. - ¿Si se agacha, le veremos hasta la fecha de nacimiento?
La interlocutora, una compañera de oficina que se sienta junto a la que ha lanzado el ponzoñoso comentario, se ríe tontamente mientras también lanza miraditas a la compañera de la minifalda.
- Por dios, Elena, no pongas esas imágenes en mi imaginación. - Finge estar escandalizado un tercer comensal de esa mesa.
Los otros miembros de la mesa comparten la broma, entre risas algo alcoholizadas y ante la aburrida mirada del único empleado que, en el extremo opuesto, no ha alcanzado a escuchar el tema de chiste.
En otro círculo, dos trabajadores discuten sobre un tema de trabajo y son regañados por sus compañeros. Las carcajadas y el volumen de las voces aumenta a la par que desciende el nivel de las botellas de vino y cerveza que se distribuyen por las mesas. Los camareros han comenzado a retirar los platos de la comida para servir el postre y los cafés. Y luego llegará el momento más esperado en que se abra la barra libre y la pista de baile. A esas alturas, Sole ya se ha agachado a recoger algo del suelo y ha ofrecido una amplia panorámica de su trasero a los espectadores que hayan osado mirar. También ha habido reconciliaciones de compañeros, enfrentados las últimas semanas por temas laborales, pero que, bajo la bendición del empresario en forma de suculento banquete, se han concedido una tregua mutua al ritmo de salsa cubana.
Se acerca Navidad y ese ambiente festivo y complaciente se respira en el aire. Habrá días de fiesta y están pendientes de liquidar las vacaciones y días libres que no se han disfrutado durante ese año. Incluso en el trabajo, el clima alegre y optimista se contagia de oficina en oficina, al compás titilante de las luces navideñas.
Pero no todo es alegría en ese banquete navideño. Hay hostilidades no resueltas, heridas que nunca dejarán de sangrar. Hay, sobre todo, personas a las que no le gusta la Navidad. En mitad de aquel salón, zarandeado por los cuerpos en movimiento de sus compañeros, Miguel permanece inmóvil. Él lo ha intentado. Ha fingido sonrisas y buenas caras. Ha respirado profundamente cada vez que la ira ascendía desde sus entrañas. Pero, en ese momento, rodeado de jolgorio y alegría, una intensa rabia, sorda y ciega, le está asfixiando. No puede decir que odie a nadie en particular. Su desprecio se reparte, en dosis bastante homogéneas, entre todos sus compañeros: superiores o subordinados, masculinos o femeninos, incluso, los no binarios, si los hubiera, son los objetivos de su falta de empatía. Con mal gestionado desdén, observa a los trabajadores que, fuera de su entorno de trabajo, se comportan como una bandada de gansos, dibujando formaciones sobre la improvisada pista de baile.
En otro momento, quizá hace unos años, él no hubiera tenido ojos más que para Sofía, la administrativa del departamento de recursos humanos. Ella es la única que ha logrado despertar en el endurecido corazón de Miguel algo parecido a la ternura. Sus ojos risueños, su voz dulce y su cálida sonrisa al tratar con él le hicieron creer que había redención para alguien como él. Sin embargo, tras verla flirtear, año tras año, con los nuevos fichajes de la empresa, ha perdido el mínimo interés que la chica logró arrancarle. Ahora, la puede observar bailando con un nuevo becario, joven y asquerosamente guapo, que la hace sonreír, no como le ha sonreído tantas veces a él, sino de una forma lasciva y ordinaria. Miguel se ríe con amargura por haber creído que Sofía era diferente. Definitivamente, no existe salvación para Miguel.
En esas últimas Navidades, después de tantos años esperando sentir algún tipo de emoción, Miguel se pregunta a qué se debe que él sea como es. Durante toda su vida, únicamente ha logrado tener dos sentimientos: la ira o la indiferencia. No recuerda haber sufrido ningún tipo de trauma, ni en la infancia ni en la edad adulta. No hubo abusos, ni abandono, ni dejadez. Tuvo una familia funcional, con padres y abuelos amorosos. Fue a buenos colegios y disfrutó de todos los privilegios de un hogar de clase media. No hay explicación de la que un psicoterapeuta pueda tirar para desentrañar su ser.
Miguel está cansado. Está aburrido de su vida. Necesita un punto de inflexión. Quizá, provocar una pelea, como las que incitaba durante el instituto, le dé un subidón de adrenalina que le haga llenar, por unos instantes, ese enorme vacío. Tremendamente fácil y enormemente fugaz. Necesita algo mejor que eso. Imágenes grotescas visitan su mente mientras lleva su mano al bolsillo interior de su americana y palpa el acero, duro y frío, del arma que su padre dejó olvidada al morir.

jueves, 17 de octubre de 2024

ESPIRAL ONÍRICA INFINITA

 

Ese sonido había vuelto, acompañado por el leve movimiento del aire sobre mi cabeza. Sentía que el peso de un cuerpo desconocido hundía la almohada y acechaba para saltar sobre mi rostro. Advertía cómo mi cuerpo se tensaba y un sudor frío bañaba toda mi piel, cubierta por las ligeras sábanas de verano. Era octubre, pero aún hacía calor. Sin embargo, el temblor me recorría, sacudiendo ligeramente mis extremidades. Quise levantarme y huir de esa cama, ocupada por un ente extraño y amenazador. Deseé sacudir mis brazos y protegerme del ataque inminente. Traté de gritar, demandar una ayuda que sabía que no llegaría a tiempo.

No pude moverme. Mi cuerpo, sudado y tembloroso, no respondía a los mandatos que le enviaba mi mente adormecida. Tampoco mi garganta quiso atender a la orden de gritar. Mis ojos estaban cubiertos por unos párpados pesados e inertes. Aunque yo era completamente consciente del peligro, mi cuerpo aún estaba atrapado por los férreos lazos de Morfeo.

Mi respiración se estaba agitando, espoleada por el pánico que se vertía lentamente por todo mi ser, pero no obtenía otra respuesta física que el sudor y la falta de aliento. Hubiera llorado, si mis ojos hubieran podido obedecer a mis deseos, pero seguían completamente cerrados. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que percibí la presencia del intruso? Quizá ni siquiera segundos. El tiempo parecía transcurrir muy lentamente. Incluso, podría jurar que se había detenido en el momento exacto de mi agonía.

Yo debía ser más fuerte. Luchar contra el segundero estático y hacer que se reanudara la rueda del tiempo; hacer que el sueño abandonara mi cuerpo y éste reaccionara para defenderse. Me concentré en mi voz. Intenté movilizar los músculos vocales, responsables de producir el sonido. Tras un enorme esfuerzo, conseguí arrancarles un gemido ronco, que apenas conseguía salir al exterior entre mis labios, casi cerrados y también inmóviles. Sin embargo, ese sonido, repetido con insistencia, hizo que mi mente lograra conectar con las terminaciones nerviosas de mi cuerpo y enviarles sus órdenes con éxito. Conseguí mover los dedos de mis manos y, finalmente, mis párpados se abrieron y dejaron paso a la penumbra que reinaba en la habitación.

En el preciso instante en que mis ojos se abrían, la presencia se esfumaba del escondrijo en el que se había atrincherado. Al recobrar la movilidad de mis músculos, conseguí girar mi cabeza y verificar la ausencia de una amenaza corpórea. Agité levemente mi cuello y pensé, por un momento, en levantarme y hacer una ronda de comprobación por toda la casa, para asegurarme de que, efectivamente, no se había colado ningún intruso, humano, animal o sobrenatural, que pudiera seguir perturbando mi tranquilidad. No obstante, la somnolencia seguía volviendo mi cuerpo plomizo y tenía la sensación de que todo lo vivido había sido una pesadilla.

Contemplé las sombras que tamizaban la visión de los muebles de aquella pequeña habitación y respiré profundamente, apremiando a la calma para que se instalase en mis alteradas entrañas. Me repetí que todo había sido un sueño, conté hasta tres y volví a cerrar los ojos.

El leve sonido de un roce sobre las sábanas volvió a alertarme. El movimiento de la cama, suave pero claramente perceptible, me hizo consciente, de nuevo, de esa presencia hostil. A mi espalda, sentí un frío aliento y una ligera fricción en mi cabello, como una caricia malévola e intimidante.

Nuevamente atrapado por el sueño, mi organismo se negaba a reaccionar a esos estímulos delirantes. Ni sonido, ni movimiento, ni otra reacción que la del vello corporal erizado y la náusea ascendiendo por mi esófago, producto del atisbo de un macabro final. Gemí nuevamente, sin llegar a saber si el sonido que yo percibía era real o soñaba que gemía. También el movimiento que captaba de mi cuerpo, agitándome y sacudiendo mis extremidades, estaba desdibujado por la delgada línea que separa el sueño y la vigilia.

Sin llegar a despertar completamente – o tal vez habiendo despertado, pero con mi cuerpo paralizado – traté de infundirme valor y convencerme de que todo lo que me ocurría estaba explicado por una o múltiples parasomnias. Sin embargo, antes de que mi conciencia y mi voluntad se hubieran convencido de ello, volvía a reparar en el intruso a mi espalda.

Perdí la cuenta de las veces en que el ciclo de sueño, despertar, pánico y paranoia, se había reproducido. Tampoco podía distinguir los momentos en los que dormía o velaba, como si todo fuera fruto de una pesadilla interminable. Sintiendo el agotamiento por el esfuerzo de hacer que mi cuerpo tomara el control y con la mente confundida por el carácter onírico de mis percepciones, llegué a pensar que jamás me libraría de ese horror. ¿Y si realmente no despertaba nunca? Quizá fuera aquel mi infierno particular: una eternidad de angustia indefinida, de incertidumbre, de tinieblas y soledad.

Escuché una voz. Alguien me llamaba por mi nombre. Sentí un suave zarandeo y la cálida sensación de alguien calmando mi miedo. Por fin, iba a despertar por completo y me sentiría a salvo. Pensé en la taza de café que me tomaría, dando por concluido el descanso de esa noche, a pesar del sueño que arrastraría durante la siguiente jornada.

Finalmente, abrí los ojos, para encontrarme con la habitación en penumbra y el silencio nocturno habitual. Nadie me estaba despertando, porque nadie había conmigo en esa cama, en esa habitación, ni en esa casa.

De nuevo, el sonido a mi espalda. La presencia del intruso acechando en un bucle infinito.

jueves, 19 de septiembre de 2024

KURI


Sofía siempre fue una chica de otoño. Nacida en octubre, hogareña y tendente a la melancolía. Cuando terminaba el verano, se deleitaba paseando por el campo, al atardecer, sintiendo como si el tiempo comenzara a ralentizarse. La caída del sol, al atardecer, confería una tonalidad mágica a la transitoria naturaleza de ese periodo y los colores ocres de la vegetación contrastaban con la temperatura más fría del aire.
Aquel otoño, sin embargo, se sentía diferente. La tristeza había llegado pronto y demoledora, junto con las tormentas estacionales. El aire, húmedo y denso, le hacía sentir que se asfixiaba y su vida que había quedado estancada en una sucesión de momentos que parecían no pertenecer a ella misma. Septiembre y octubre habían transcurrido, vacíos, huecos, sin dejar su impronta en el alma solitaria de Sofía.
Era 31 de octubre, una fecha que señalaba la mitad del otoño, el paso definitivo del periodo de luz al periodo de oscuridad. Unos amigos habían conseguido arrastrarla a una reunión social, algo relativo a una celebración pagana. Sin haber dado oportunidades a una fiesta llena de desconocidos, pretendía huir cuando sus amigos anduvieran despistados. No esperaba que, al llegar a aquella casa de campo, decorada con falsas telarañas y calabazas huecas, sintiera que había algo, en el aire, que hacía que la noche se sintiera diferente.
En el patio delantero de la casa, ardía con brío una enorme fogata. Con su luz, iluminaba las figuras de personas que hablaban y reían alrededor. Algunos usaban disfraces de personajes de terror, otros simplemente vivían la mágica fascinación de la noche a través de los sorbos de la sidra caliente de sus vasos.
Dejaron la comida que traían sobre la larga mesa en la que se disponían los manjares para su libre degustación. Los diferentes platos representaban las variadas culturas de sus propietarios, unificadas todas esas recetas por la tradición otoñal. Reconoció algunos de esos alimentos, entre los que se encontraba una amplia variedad de buñuelos. Le llamó la atención un plato en particular: sobre una bandeja, meticulosamente ordenados, se distribuían unos bollos redondos con la parte superior más tostada.
- Son kuri manju. - Escuchó detrás de ella. Había sido una voz musical, ni demasiado grave ni demasiado aguda, con un curioso acento.
Sofía se giró, para ver la procedencia de esa voz, y la imagen con la que tropezó le hizo pensar que había viajado a otra época, a otro mundo. Frente a ella, había una chica delgada, de largo cabello castaño, que la miraba a través de unos oscuros ojos con epicanto. Vestía con ropa amplia y vaporosa, de colores claros, y poseía una suave belleza de elfo. Como sacada de un cuento de hadas, se quedó enganchada en la mirada que Sofía le estaba dirigiendo.
- ¿Perdona? - Preguntó Sofía, intentando centrar de nuevo su atención en la realidad.
- Esos dulces. - Señalaba la elfo, con una delicada sonrisa en su rostro. - Se llaman kuri manju. Es un dulce japonés, típico del otoño.
Con ello, no sólo le revelaba la procedencia de la receta, sino también de la persona que tenía frente a ella. Una linda japonesa, que hablaba en un correcto castellano. Debía llevar tiempo viviendo en España.
- Parecen deliciosos. - Se le ocurrió decir a Sofía, poco acostumbrada a las interacciones con desconocidos. - ¿Están rellenos?
- De pasta de judía blanca y castañas confitadas. Las hice yo. Si te gustan las cosas dulces, te gustarán.
- Me gustan.
Sofía era golosa y le apetecía probar esa golosina que le ofrecían, sobre todo, si esas esferas rellenas de castañas eran tan dulces como la cocinera. Ese pensamiento la golpeó por dentro. Jamás se había sentido atraída por una mujer. Sin embargo, pese a la sorpresa, no sintió temor.
- Perdona que te haya hablado. Es que no conozco a mucha gente aquí.
- No importa. Yo tampoco conozco a mucha gente. Pensaba servirme un poco de sidra. ¿Te apetece?
- Sí. Gracias.
Servida la sidra en dos vasos, Sofía y el hada japonesa fueron a sentarse cerca de la hoguera. La bebida caliente y especiada les caldeaba el cuerpo por dentro y el fuego mantenía caliente el exterior. Y había algo más que había comenzado a calentar sus almas.
- ¿Cómo te llamas? - Quiso saber Sofía, después de presentarse ella misma.
- Puedes llamarme Kuri.
- ¿No es así como se llamaban los dulces?
- Mi nombre oficial es Kuroki Ryou. Pero aquí todos me conocen como Kuri.
El desconocimiento de Sofía sobre la cultura y el idioma japonés propició que, en aquel momento, pudiera ignorar ciertos detalles, cuya información le había proporcionado la chica japonesa al darle su nombre. Sofía no necesitaba saber esos nimios detalles y, sin embargo, se encontró en una tranquila conversación sobre el mundo en el que ambas eran coincidentes.
En algún momento, Kuri se levantó y volvió con dos de esos dulces que tanto habían llamado la atención a Sofía y que había dejado olvidados tras conocer a tan mágica repostera. Kuri ofreció uno a Sofía y ambas chocaron las esferas, en un azucarado brindis embriagador. Cuando Sofía mordió la corteza y llegó al dulce relleno, su boca se llenó del puro sabor del otoño. Sabía a azúcar y castañas, pero su sabor evocaba a las hojas caídas, la tierra mojada y la tormenta. Sabía a paseos por el bosque y a tardes de lluvia junto a la chimenea. Olía como se imaginaba que debían oler los duendes de sus fantasías, tal y como olía la chica japonesa, que, en aquel momento, la contemplaba con una mirada y una sonrisa que la invitaban al sosiego.

Definitivamente, Sofía amaba el otoño. 

sssssssssss

Un soplo de brisa perfumada. Un susurro acariciando mi oído. Un silbido que llama a mi ventana. Una sirena en mi mente en voz de alarma. Un ...