Ese sonido había vuelto, acompañado por el leve movimiento del aire sobre mi cabeza. Sentía que el peso de un cuerpo desconocido hundía la almohada y acechaba para saltar sobre mi rostro. Advertía cómo mi cuerpo se tensaba y un sudor frío bañaba toda mi piel, cubierta por las ligeras sábanas de verano. Era octubre, pero aún hacía calor. Sin embargo, el temblor me recorría, sacudiendo ligeramente mis extremidades. Quise levantarme y huir de esa cama, ocupada por un ente extraño y amenazador. Deseé sacudir mis brazos y protegerme del ataque inminente. Traté de gritar, demandar una ayuda que sabía que no llegaría a tiempo.
No pude moverme. Mi cuerpo, sudado y tembloroso, no respondía a los mandatos que le enviaba mi mente adormecida. Tampoco mi garganta quiso atender a la orden de gritar. Mis ojos estaban cubiertos por unos párpados pesados e inertes. Aunque yo era completamente consciente del peligro, mi cuerpo aún estaba atrapado por los férreos lazos de Morfeo.
Mi respiración se estaba agitando, espoleada por el pánico que se vertía lentamente por todo mi ser, pero no obtenía otra respuesta física que el sudor y la falta de aliento. Hubiera llorado, si mis ojos hubieran podido obedecer a mis deseos, pero seguían completamente cerrados. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que percibí la presencia del intruso? Quizá ni siquiera segundos. El tiempo parecía transcurrir muy lentamente. Incluso, podría jurar que se había detenido en el momento exacto de mi agonía.
Yo debía ser más fuerte. Luchar contra el segundero estático y hacer que se reanudara la rueda del tiempo; hacer que el sueño abandonara mi cuerpo y éste reaccionara para defenderse. Me concentré en mi voz. Intenté movilizar los músculos vocales, responsables de producir el sonido. Tras un enorme esfuerzo, conseguí arrancarles un gemido ronco, que apenas conseguía salir al exterior entre mis labios, casi cerrados y también inmóviles. Sin embargo, ese sonido, repetido con insistencia, hizo que mi mente lograra conectar con las terminaciones nerviosas de mi cuerpo y enviarles sus órdenes con éxito. Conseguí mover los dedos de mis manos y, finalmente, mis párpados se abrieron y dejaron paso a la penumbra que reinaba en la habitación.
En el preciso instante en que mis ojos se abrían, la presencia se esfumaba del escondrijo en el que se había atrincherado. Al recobrar la movilidad de mis músculos, conseguí girar mi cabeza y verificar la ausencia de una amenaza corpórea. Agité levemente mi cuello y pensé, por un momento, en levantarme y hacer una ronda de comprobación por toda la casa, para asegurarme de que, efectivamente, no se había colado ningún intruso, humano, animal o sobrenatural, que pudiera seguir perturbando mi tranquilidad. No obstante, la somnolencia seguía volviendo mi cuerpo plomizo y tenía la sensación de que todo lo vivido había sido una pesadilla.
Contemplé las sombras que tamizaban la visión de los muebles de aquella pequeña habitación y respiré profundamente, apremiando a la calma para que se instalase en mis alteradas entrañas. Me repetí que todo había sido un sueño, conté hasta tres y volví a cerrar los ojos.
El leve sonido de un roce sobre las sábanas volvió a alertarme. El movimiento de la cama, suave pero claramente perceptible, me hizo consciente, de nuevo, de esa presencia hostil. A mi espalda, sentí un frío aliento y una ligera fricción en mi cabello, como una caricia malévola e intimidante.
Nuevamente atrapado por el sueño, mi organismo se negaba a reaccionar a esos estímulos delirantes. Ni sonido, ni movimiento, ni otra reacción que la del vello corporal erizado y la náusea ascendiendo por mi esófago, producto del atisbo de un macabro final. Gemí nuevamente, sin llegar a saber si el sonido que yo percibía era real o soñaba que gemía. También el movimiento que captaba de mi cuerpo, agitándome y sacudiendo mis extremidades, estaba desdibujado por la delgada línea que separa el sueño y la vigilia.
Sin llegar a despertar completamente – o tal vez habiendo despertado, pero con mi cuerpo paralizado – traté de infundirme valor y convencerme de que todo lo que me ocurría estaba explicado por una o múltiples parasomnias. Sin embargo, antes de que mi conciencia y mi voluntad se hubieran convencido de ello, volvía a reparar en el intruso a mi espalda.
Perdí la cuenta de las veces en que el ciclo de sueño, despertar, pánico y paranoia, se había reproducido. Tampoco podía distinguir los momentos en los que dormía o velaba, como si todo fuera fruto de una pesadilla interminable. Sintiendo el agotamiento por el esfuerzo de hacer que mi cuerpo tomara el control y con la mente confundida por el carácter onírico de mis percepciones, llegué a pensar que jamás me libraría de ese horror. ¿Y si realmente no despertaba nunca? Quizá fuera aquel mi infierno particular: una eternidad de angustia indefinida, de incertidumbre, de tinieblas y soledad.
Escuché una voz. Alguien me llamaba por mi nombre. Sentí un suave zarandeo y la cálida sensación de alguien calmando mi miedo. Por fin, iba a despertar por completo y me sentiría a salvo. Pensé en la taza de café que me tomaría, dando por concluido el descanso de esa noche, a pesar del sueño que arrastraría durante la siguiente jornada.
Finalmente, abrí los ojos, para encontrarme con la habitación en penumbra y el silencio nocturno habitual. Nadie me estaba despertando, porque nadie había conmigo en esa cama, en esa habitación, ni en esa casa.
De nuevo, el sonido a mi espalda. La presencia del intruso acechando en un bucle infinito.