Sofía siempre fue una chica de otoño. Nacida en octubre, hogareña y tendente a la melancolía. Cuando terminaba el verano, se deleitaba paseando por el campo, al atardecer, sintiendo como si el tiempo comenzara a ralentizarse. La caída del sol, al atardecer, confería una tonalidad mágica a la transitoria naturaleza de ese periodo y los colores ocres de la vegetación contrastaban con la temperatura más fría del aire.
Aquel otoño, sin embargo, se sentía diferente. La tristeza había llegado pronto y demoledora, junto con las tormentas estacionales. El aire, húmedo y denso, le hacía sentir que se asfixiaba y su vida que había quedado estancada en una sucesión de momentos que parecían no pertenecer a ella misma. Septiembre y octubre habían transcurrido, vacíos, huecos, sin dejar su impronta en el alma solitaria de Sofía.
Era 31 de octubre, una fecha que señalaba la mitad del otoño, el paso definitivo del periodo de luz al periodo de oscuridad. Unos amigos habían conseguido arrastrarla a una reunión social, algo relativo a una celebración pagana. Sin haber dado oportunidades a una fiesta llena de desconocidos, pretendía huir cuando sus amigos anduvieran despistados. No esperaba que, al llegar a aquella casa de campo, decorada con falsas telarañas y calabazas huecas, sintiera que había algo, en el aire, que hacía que la noche se sintiera diferente.
En el patio delantero de la casa, ardía con brío una enorme fogata. Con su luz, iluminaba las figuras de personas que hablaban y reían alrededor. Algunos usaban disfraces de personajes de terror, otros simplemente vivían la mágica fascinación de la noche a través de los sorbos de la sidra caliente de sus vasos.
Dejaron la comida que traían sobre la larga mesa en la que se disponían los manjares para su libre degustación. Los diferentes platos representaban las variadas culturas de sus propietarios, unificadas todas esas recetas por la tradición otoñal. Reconoció algunos de esos alimentos, entre los que se encontraba una amplia variedad de buñuelos. Le llamó la atención un plato en particular: sobre una bandeja, meticulosamente ordenados, se distribuían unos bollos redondos con la parte superior más tostada.
- Son kuri manju. - Escuchó detrás de ella. Había sido una voz musical, ni demasiado grave ni demasiado aguda, con un curioso acento.
Sofía se giró, para ver la procedencia de esa voz, y la imagen con la que tropezó le hizo pensar que había viajado a otra época, a otro mundo. Frente a ella, había una chica delgada, de largo cabello castaño, que la miraba a través de unos oscuros ojos con epicanto. Vestía con ropa amplia y vaporosa, de colores claros, y poseía una suave belleza de elfo. Como sacada de un cuento de hadas, se quedó enganchada en la mirada que Sofía le estaba dirigiendo.
- ¿Perdona? - Preguntó Sofía, intentando centrar de nuevo su atención en la realidad.
- Esos dulces. - Señalaba la elfo, con una delicada sonrisa en su rostro. - Se llaman kuri manju. Es un dulce japonés, típico del otoño.
Con ello, no sólo le revelaba la procedencia de la receta, sino también de la persona que tenía frente a ella. Una linda japonesa, que hablaba en un correcto castellano. Debía llevar tiempo viviendo en España.
- Parecen deliciosos. - Se le ocurrió decir a Sofía, poco acostumbrada a las interacciones con desconocidos. - ¿Están rellenos?
- De pasta de judía blanca y castañas confitadas. Las hice yo. Si te gustan las cosas dulces, te gustarán.
- Me gustan.
Sofía era golosa y le apetecía probar esa golosina que le ofrecían, sobre todo, si esas esferas rellenas de castañas eran tan dulces como la cocinera. Ese pensamiento la golpeó por dentro. Jamás se había sentido atraída por una mujer. Sin embargo, pese a la sorpresa, no sintió temor.
- Perdona que te haya hablado. Es que no conozco a mucha gente aquí.
- No importa. Yo tampoco conozco a mucha gente. Pensaba servirme un poco de sidra. ¿Te apetece?
- Sí. Gracias.
Servida la sidra en dos vasos, Sofía y el hada japonesa fueron a sentarse cerca de la hoguera. La bebida caliente y especiada les caldeaba el cuerpo por dentro y el fuego mantenía caliente el exterior. Y había algo más que había comenzado a calentar sus almas.
- ¿Cómo te llamas? - Quiso saber Sofía, después de presentarse ella misma.
- Puedes llamarme Kuri.
- ¿No es así como se llamaban los dulces?
- Mi nombre oficial es Kuroki Ryou. Pero aquí todos me conocen como Kuri.
El desconocimiento de Sofía sobre la cultura y el idioma japonés propició que, en aquel momento, pudiera ignorar ciertos detalles, cuya información le había proporcionado la chica japonesa al darle su nombre. Sofía no necesitaba saber esos nimios detalles y, sin embargo, se encontró en una tranquila conversación sobre el mundo en el que ambas eran coincidentes.
En algún momento, Kuri se levantó y volvió con dos de esos dulces que tanto habían llamado la atención a Sofía y que había dejado olvidados tras conocer a tan mágica repostera. Kuri ofreció uno a Sofía y ambas chocaron las esferas, en un azucarado brindis embriagador. Cuando Sofía mordió la corteza y llegó al dulce relleno, su boca se llenó del puro sabor del otoño. Sabía a azúcar y castañas, pero su sabor evocaba a las hojas caídas, la tierra mojada y la tormenta. Sabía a paseos por el bosque y a tardes de lluvia junto a la chimenea. Olía como se imaginaba que debían oler los duendes de sus fantasías, tal y como olía la chica japonesa, que, en aquel momento, la contemplaba con una mirada y una sonrisa que la invitaban al sosiego.
Definitivamente, Sofía amaba el otoño.